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ISSN 1989-4163

NUMERO 88 - DICIEMBRE 2017

El Buche del Pájaro

Jesús Zomeño

(Reykiavik, 1916)

a Bel Carrasco

Galdur Ragnarson ocupa su puesto de vigía en la cofa del ballenero. Está amaneciendo, es el primer turno el suyo. El mar está en calma. Sopla una brisa húmeda y fría, las jarcias tensan los palos. Por encima, sobrevuelan unos charranes en ruta a tierra firme. Está seguro de que va a ser un gran día.

Ayer compró en el puerto de Reykiavik una dentadura postiza usada. Las traen de Francia, donde al parecer, según le explicaron, los soldados las venden para no perderlas en la guerra. La saca ahora, es un buen momento, a estas horas nunca se divisan ballenas.

Primero, cuando abre el paño que la envuelve, le parece un trozo de queso amarillo, un buen tajo que se mete entero en la boca, demasiado grande, apenas le cabe, pero muerde y cede hasta que encajan dentro las encías. Se siente un hombre armado, capaz de darle bocados a cualquier cosa, aunque nota al fondo una molestia, en el lado inferior derecho, como si ya tuviera una muela podrida.
Aprieta los dientes, porque tiene miedo de que se le caigan, cuando respira por la boca. Así el aire se filtra por la dentadura, pero la brisa empuja un aliento a ajo que se le pega primero al paladar y luego al fondo, a la garganta, como si acabara de masticar una rebanada de pan restregado con un diente de ajo, porque eso mismo fue el último desayuno del soldado que antes llevo esa dentadura.

Se enjuaga con saliva para limpiar el ajo que embadurna sus dientes. La agita con fuerza por toda la dentadura, a un lado y al otro, arriba y abajo. Sin embargo, como si el orificio de alguna muela ocultase una pastilla de caldo concentrado, la saliva crece y le llena la boca de un sabor fuerte de garbanzos guisados con comino y patatas. No es un sabor malo, piensa él, incluso lo disfruta. No lo había probado nunca. Mantiene la saliva en la boca y va espesando. Al cabo de un momento, nota ya un fondo graso de chorizos y morcillas de la Borgoña. Tamiza el caldo entre los dientes, lo empuja y lo absorbe varias veces, al moverlo suelta más sabor, hasta que nota grumos en la saliva, como si le quedaran en el paladar trozos secos de tocino salado y rancio.

Escupe. Deja de notar gusto alguno. Contempla el horizonte, la superficie del mar está en calma, no hay rastro de ballenas. Le escuecen los ojos por el salitre, los cierra un momento. Por entretenerse, con los ojos cerrados, pasa la punta de la lengua entre los dientes de delante y roza con algo. Empieza a frotarlo hasta que lo suelta, parece una hebra de carne, aunque la saca con el dedo para verla. Abre los ojos. Es un hilo corto y oscuro, como un gusano muerto en la yema del dedo, también puede ser una hebra de carne. Vuelve a echárselo a la boca, lo aprieta entre los dientes y va empujándolo con la lengua para morderlo de un extremo al otro. Al triturarlo apenas extrae sabor. Se lo traga.
No sabe nada del que llevó la dentadura postiza antes que él. Piensa en ello, en el otro... Lo cierto es que lo que acaba de comerse podía ser una hebra de carne humana, aunque eso no lo convierte a él en caníbal, por supuesto. También podía ser carne de conejo, nunca la ha probado. De todas formas, no tenía sabor, la hebra estaba seca.

Vuelve a escupir a favor del viento. El mar sigue tranquilo, no da para fijarse en nada, todo se concentra en su boca. La dentadura aún le hace daño detrás. Levanta de la encía la prótesis, nota con la lengua que se ha abierto una llaga. La sangre de esa herida se mezcla con el moho de la dentadura y le sabe a podrido. Al principio le entran nauseas, pero enseguida se acostumbra, tiene un punto picante y salado. Le gusta. Es el mismo sabor del queso azul, un roquefort, aunque eso él no lo sepa.

Encaja de nuevo en la encía la parte inferior de la dentadura porque teme tragársela si la deja suelta. Aún le quedan dos horas de vigilancia. Pone la mente en blanco, para que el tiempo pase más deprisa. Cuando suponía haberse tragado ya todos los sabores que habían quedado entre esos dientes, poco a poco, el riego de la saliva va despertando un sabor ácido, aderezado con algo dulzón. Nunca ha probado las perdices escabechadas. Las muelas retienen mejor el sabor de las salsas, como una olla sucia de hierro puesta al fuego.

Se da cuenta de que una dentadura postiza usada es igual que el buche de un pájaro, que constantemente regurgita lo que ha comido.

Disfruta un buen rato con ese sabor. Con una dentadura postiza como la suya, podría sobrevivir un mes en alta mar y luego ponerse otra dentadura igual y sobrevivir otro mes.

Está recreando en su boca los sabores de todo lo que masticó el que llevó antes esa dentadura postiza. Un buen festín, aunque le siga dañando la encía. Sangra, se le llena la boca de sangre. Escupe todo, más bien lo vomita. No sospecha que es porque el soldado que la llevó murió desangrándose por la boca.

Esta dentadura es una trinchera, empieza a saberle a azufre y a pólvora. Tiene una hija en Lyón, pero su esposa murió hace poco de tifus. Tiene que escribirle a su hermana para que cuide de la niña, que de momento está en casa de la vecina, se lo escribió el cura cuando murió la madre, que a la niña la cuidaría la vecina hasta que él proveyera otra solución. Quizá sea demasiado tarde, el tifus es contagioso, debería llevar a la niña a un clima frío, más al norte, a Islandia incluso, no hay nada más al norte, pero él tiene que conseguirlo, es su obligación... El capitán da la orden de ataque.
Es la voz del capitán Ólafur Sigmunsson, que ha escuchado las toses arriba, entre las jarcias.

-¿Ocurre algo?

-¡Ma fille est malade et je veux aller la sauver!

Galdur Ragnarson no entiende lo que él mismo ha dicho, pero se asusta y se saca la dentadura de la boca y la lanza al mar.

 


Miracoloso

Ilustración: Miracoloso

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